viernes, 13 de marzo de 2009

LO SAGRADO Y LO PROFANO GUIA ESTUDIO PRIMER BIMESTRE 2009

Este articulo que sigue tiene por meta el ilustrar y precisar esa oposición entre lo sagrado y lo profano.
CUANDO SE MANIFIESTA LO SAGRADO.
El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano. Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado hemos propuesto el término de hierofanía, que es cómodo, puesto que no implica ninguna precisión suplementaria: no expresa más que lo que está implícito en su contenido etimológico, es decir, que algo sagrado se nos muestra. Podría decirse que la historia de las religiones, de las más primitivas a las más elaboradas, está constituida por una acumulación de hierofanías, por las manifestaciones de las realidades sacras. De la hierofanía más elemental (por ejemplo, la manifestación de lo sagrado en un objeto cualquiera, una piedra o un árbol) hasta la hierofanía suprema, que es, para un cristiano, la encarnación de Dios en Jesucristo, no existe solución de continuidad. Se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo «completamente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo «natural», «profano».
El occidental moderno experimenta cierto malestar ante ciertas formas de manifestación de lo sagrado: le cuesta trabajo aceptar que, para determinados seres humanos, lo sagrado pueda manifestarse en las piedras o en los árboles. Pues, como se verá en seguida, no se trata de la veneración de una piedra o de un árbol por si mismos. La piedra sagrada, el árbol sagrado no son adorados en cuanto tales; lo son precisamente por el hecho de ser hierofanías, por el hecho de «mostrar» algo que ya no es ni piedra ni árbol, sino lo sagrado, lo ganz andere. Nunca se insistirá lo bastante sobre la paradoja que constituye toda hierofanía, incluso la más elemental. Al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante. Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente (con más exactitud: desde un punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural. En otros términos: para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la Naturaleza en su totalidad es susceptible de revelarse como sacralidad cósmica. El Cosmos en su totalidad puede convertirse en una hierofanía.
El hombre de las sociedades arcaicas tiene tendencia a vivir lo más posible en lo sagrado o en la intimidad de los objetos consagrados. Esta tendencia es comprensible: para los «primitivos» como para el hombre de todas las sociedades pre-modernas, lo sagrado equivale a la potencia y, en definitiva, a la realidad por excelencia. Lo sagrado está saturado de ser. Potencia sagrada quiere decir a la vez realidad, perennidad y eficacia. La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición entre real e irreal o pseudo-real. Entendámonos: no hay que esperar reencontrar en las lenguas arcaicas esta terminología filosófica: real, irreal, etc.; pero la cosa está ahí. Es, pues, natural que el hombre religioso desee profundamente ser, participar en la realidad, saturarse de poder. Cómo se esfuerza el hombre religioso por mantenerse el mayor tiempo posible en un universo sagrado; cómo se presenta su experiencia total de la vida en relación con la experiencia del hombre privado de sentimiento religioso, del hombre que vive, o desea vivir, en un mundo desacralizado: tal es el tema que dominará las páginas siguientes. Digamos de antemano que el mundo profano en su totalidad, el Cosmos completamente desacralizado, es un descubrimiento reciente del espíritu humano. No es de nuestra incumbencia el mostrar por qué procesos históricos y a consecuencia de qué modificaciones de comportamiento espiritual ha desacralizado el hombre moderno su mundo y asumido una existencia profana. Baste únicamente con dejar constancia aquí del hecho de que la desacralización caracteriza la experiencia total del hombre no-religioso de las sociedades modernas; del hecho de que, por consiguiente, este último se resiente de una dificultad cada vez mayor para reencontrar las dimensiones existenciales del hombre religioso de las sociedades arcaicas.
DOS MODOS DE SER EN EL MUNDO
Se medirá el abismo que separa las dos modalidades de experiencias, sagrada y profana, al leer las discusiones sobre el espacio sagrado y la construcción ritual de la morada humana, sobre las variedades de la experiencia religiosa del Tiempo, sobre las relaciones del hombre religioso con la Naturaleza y el mundo de los utensilios, sobre la consagración de la vida misma del hombre y la sacralidad de que pueden revestirse sus funciones vitales (alimentos, sexualidad, trabajo, etc.). Bastará con recordar en qué se han convertido para el hombre moderno arreligioso la ciudad o la casa, la Naturaleza, los utensilios o el trabajo, para captar a lo vivo lo que le distingue de un hombre perteneciente a las sociedades arcaicas o incluso de un campesino de la Europa cristiana. Para la conciencia moderna, un acto fisiológico: la alimentación, la sexualidad, etc., no es más que un proceso orgánico, cualquiera que sea el número de tabús que le inhiban aún (reglas de comportamiento en la mesa, límites impuestos al comportamiento sexual por las «buenas costumbres»). Pero para el «primitivo» un acto tal no es nunca simplemente fisiológico; es, o puede llegar a serlo, un «sacramento», una comunión con lo sagrado.
El lector se dará cuenta en seguida de que lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. Estos modos de ser en el Mundo no interesan sólo a la historia de las religiones o a la sociología, no constituyen un mero objeto de estudios históricos, sociológicos, etnológicos. En última instancia, los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el Cosmos; interesan por igual al filósofo que al hombre indagador ávido de conocer las dimensiones posibles de la existencia humana.
Por eso, a pesar de su condición de historiador de las religiones, el autor de este librito no se propone escribir exclusivamente desde la perspectiva de su disciplina. El hombre de las sociedades tradicionales es, por supuesto, un homo religiosus, pero su comportamiento se inscribe en el comportamiento general del hombre y, por consiguiente, interesa a la antropología filosófica, a la fenomenología y a la psicología.
Para resaltar mejor las notas específicas de la existencia en un mundo susceptible de convertirse en sagrado no vacilaremos en citar ejemplos tomados de un gran número de religiones, pertenecientes a épocas y culturas diferentes. Nada vale tanto como el ejemplo, el hecho concreto. Sería vano discurrir sobre la estructura del espacio sagrado sin mostrar, con ilustraciones precisas, cómo se construye un espacio tal y por qué se hace cualitativamente diferente del espacio profano que le rodea. Tomaremos nuestros ejemplos de los meso-potamios, los indios, los chinos, los kwakiutl y otras poblaciones «primitivas». En la perspectiva histórico-cultural, una yuxtaposición tal de hechos religiosos, espigados en pueblos tan distantes en el tiempo y en el espacio, no carece de peligro. Pues se corre siempre el riesgo de recaer en los errores del Siglo XIX y especialmente en el de creer, con Tylor o Frazer, en una reacción uniforme del espíritu humano ante los fenómenos naturales. Pues los progresos de la etnología cultural o de la historia de las religiones han demostrado que no es éste siempre el caso, que las «reacciones del hombre ante la Naturaleza» están condicionadas más de una vez por la cultura, es decir, por la Historia.
Pero mayor importancia tiene para nuestro propósito hacer resaltar las notas específicas de la experiencia religiosa, que mostrar sus múltiples variaciones y las diferencias ocasionadas por la Historia. Es un poco como si, para favorecer la mejor comprensión del fenómeno poético, se acudiera a los ejemplos más disparatados, citando, junto a Homero, Virgilio o Dante, poemas hindúes, chinos o mexicanos; es decir, invocando tanto poéticas históricamente solidarias (Homero, Virgilio, Dante) como creaciones hechas conforme a otras estéticas. En los limites de la historia literaria, tales yuxtaposiciones son sospechosas, pero son válidas si lo que se considera es la descripción del fenómeno poético en cuanto tal, si lo que se tiene por propósito es mostrar la diferencia esencial entre el lenguaje poético y el lenguaje utilitario, cotidiano.
LO SAGRADO Y LA HISTORIA.
Nuestro primer propósito es presentar las dimensiones específicas de la experiencia religiosa, resaltar sus diferencias con la experiencia profana del Mundo. No insistiremos en los innumerables condicionamientos que la experiencia religiosa del Mundo ha tenido en el transcurso de los tiempos. Así, es evidente que los simbolismos y los cultos de la Tierra-Madre, de la fecundidad humana y agraria, de la sacralidad de la Mujer, etc., no han podido desarrollarse y constituir un sistema religioso ricamente articulado hasta el descubrimiento de la agricultura; es asimismo evidente que una sociedad pre-agrícola, especializada en la caza, no podía sentir de la misma manera ni con la misma intensidad la sacralidad de la Tierra-Madre. Una diferencia de experiencia es secuela de las diferencias de economía, de cultura y de organización social; en una palabra: de la Historia. Con todo, entre los cazadores nómadas y los agricultores sedentarios subsiste esta similitud de comportamiento, que nos parece infinitamente más importante que sus diferencias: unos y otros viven en un Cosmos sacralizado, participan en una sacralidad cósmica, manifestada tanto en el mundo animal como en el vegetal. No hay más que comparar sus situaciones existenciales con la de un hombre de las sociedades modernas, que vive en un mundo desacralizado, para percatarse inmediatamente de todo lo que separa a este último de los otros. Al mismo tiempo, se capta el lícito fundamento de las comparaciones entre hechos religiosos pertenecientes a culturas diferentes: todos estos hechos dimanan de un mismo comportamiento, el del homo religiosus.
Saint Cloud, Abril 1956.

jueves, 12 de marzo de 2009

GUIA EL HOMBRE Y EL MISTERIO PRIMER BIMESTRE 2009

EI hombre y el misterio

1. EI misterio y los rituales

En nuestras relaciones personales, procuramos guardar las formas, mantenemos ciertas actitudes, comportamientos, palabras, gestos, ves­timenta, etc.
Es lo que conocemos como normas de educación. Esas reglas se cum­plen para agradar a los demás y no molestarles.
Así sucede en acontecimientos colectivos, como un partido de fútbol, un desfile de carnaval o un concierto.
En cada caso se espera que cada uno de los presentes, bien sean participantes, autoridades o público, se comporte de una determinada manera.
De forma semejante, los seres humanos se relacionan con lo misterio­so o lo divino con ciertos comportamientos, gestos y actos. Son lo que en el ámbito religioso se denominan rituales.
El objetivo de los rituales es encontrar un confidente, alguien que le es­cuche y que le sirva de consuelo. Por eso, con frecuencia el hombre con­fía y deposita su esperanza en el poder de esos seres superiores.
Cuando la vida diaria está salpicada por rituales y orientada a lo divino, se dice que tal tipo de vida está marcada por lo religioso.

2. La esperanza y la promesa

Cuando confiamos un secreto a un amigo o le hacemos partícipe de los problemas que nos preocupan, lo hacemos porque sabemos que nos escucha, nos comprende, se solidariza con nosotros y nos ayuda.
El amigo contará desde entonces con nuestro agradecimiento y nues­tro afecto. Así se establece un lazo firme entre ambos.
Pero cuando el problema que nos angustia supera la capacidad huma­na para resolverlo, algunas personas recurren a poderes superiores. Y dirigen a ellos su petición de ayuda esperando una solución.

Es lo que hacen ante el caso de una grave enfermedad o cualquier otra situación desesperada en la que los humanos nada pueden hacer.
El hombre, como contrapartida a lo que pide a ese ser superior, se com­promete a actuar de una determinada manera: trata de establecer con él una «relación de compromiso».
Ese compromiso propiamente significa que se ha hecho una promesa; y que consecuentemente se ha adquirido una obligación. Y no se trata de una obligación simple con un igual sino con un ser superior, con lo que la obligación de cumplirla se hace más firme.
Así se va tejiendo la vida religiosa. Esos gestos de petición, esperanza y promesa, de amor y de temor son lo que forman la llamada experien­cia religiosa. Todo ello se hace más visible en los momentos difíciles.

3. EI misterio y el compromiso
A lo misterioso se le suele llamar divino; y se presenta ante el hombre como algo oculto y secreto.
Ese algo oculto puede manifestarse al hombre solo con una condición: que este le muestre su sometimiento.
Este compromiso le obliga a aceptar la separación entre él y lo divino. En un lado quedará el mundo de lo humano; y, en el otro, el mundo de lo misterioso y divino.
Lo humano es visible y manejable, se puede conocer y cambiar. Por ejemplo, cambiamos el peinado, el vestido, el coche, los libros, afi­ciones, la profesión, los gustos musicales...
Es lo que forma parte de nuestra vida cotidiana. El hombre sabe cómo actuar de forma natural.
Pero lo divino es invisible, extraño y superior y no sabe qué rituales em­plear para acercarse. No puede verlo ni oírlo; e incluso sospecha que tiene poderes destructivos.
Por ese motivo, el ser humano que acepta la existencia de esa divini­dad Intenta un diálogo. Cree y confía en ella. Si se comporta como los dioses quieren, no debe temer nada, está a salvo. Este comportamien­to es un compromiso personal.
4. Los dioses siguen ocultos
Los hombres, como hemos visto, parecen dispuestos a establecer un pacto con los dioses, pero estos se ocultan. Los dioses están ocultos porque pertenecen al mundo del misterio. La inteligencia del ser hu­mano sería incapaz de comprender su naturaleza.
El hombre se los debe imaginar a la vista de las señales con las que se manifiestan. Solo puede aspirar a interpretar esas señales y tratar de representarlos en algún tipo de figura u objeto. Por ello, determinados objetos se convierten en símbolos de la divinidad.
A estos símbolos les atribuyen la misma fuerza que el dios al que re­presentan: los ocho brazos de la diosa Kali, que simbolizan su inmen­so poder de creación y destrucción; el rayo de Zeus, que representa su suprema autoridad; las dos caras del dios Jano, una mira hacia atrás -al pasado- y otra adelante -el presente-; las alas del dios Mercurio, el mensajero veloz de los dioses; las trompetas, que representan a la diosa Fortuna; la balanza de la Justicia, etc.

5. EI momento de la muerte

El hombre primitivo observaba el cuerpo muerto de un miembro del gru­po y comprobaba que no se movía. Aquello que le había permitido mo­verse y realizar actividades había desaparecido. Pensaron que se había ido a otra parte donde no era visible; es decir, se había marchado al lugar en que vivían las divinidades.
Para evitar que aquello que se había separado del cuerpo se volviera contra los demás, intentaban dar un tratamiento adecuado al cadáver.
También recogían los cuerpos de los muertos y los devolvían a la ma­dre Tierra para evitar cualquier tipo de males.




El hombre primitivo sabía que también moriría, tenía conciencia de lo que suponía morir. Y ante esa situación necesitaba todas las ayudas posibles. Durante su vida podía rectificar sus errores, pero ante la muer­te no cabía rectificación. Debía ponerse en mano de los dioses.

Actividades
Explica para qué cumplimos las re­glas de educación.
¿Cuál es el objetivo de los rituales?
Justifica por qué confiamos un secre­to a un amigo o le hacemos partícipe de los problemas que nos preocupan.
Describe cómo se fue tejiendo la vida religiosa entre los primeros seres hu­manos.
Explica el comportamiento del hom­bre ante lo divino o lo humano.
¿En las antiguas religiones por qué se ocultan los dioses?
Aquello que había permitido al cuerpo vivo moverse y realizar actividades ha­bía desaparecido al llegarle la muer­te. Según los primeros seres huma­nos, ¿adonde se había ido?